Es imposible ver esta sitcom de catorce capítulos y continuar siendo el mismo. Mas que dejar mella, The Office arrasa. Al afrontar esta serie, la primera pregunta no debe ser: ¿va a gustarme? No, la pregunta va en otra dirección, mas bien seria, ¿estoy dispuesto a añadir nuevas formas de humor en mi carácter? La revolución, de hecho, se da en ese espacio íntimo que nos configura como individuos, y el culpable tiene un nombre: Ricky Gervais.
Con dos Globos de Oro en 2003, y un total de seis Baftas durante tres años consecutivos a la mejor sitcom y actuación protagonista, el británico Ricky Gervais se presenta ante el mundo con un producto pequeño, y casi invisible, centrado en los tiempos muertos de una oficina discreta y nicotinizada de ventas de cualquier empresa, allí donde las haya. Los referentes son claros. Cualquier sitio donde haya una fotocopiadora en marcha y silencio a su alrededor, sirve. Hablar del argumento al tratarse de una sitcom es, al menos en este caso, un tanto absurdo, ya que las tramas que van surgiendo son la excusa para presentar unos personajes decadentes donde el protagonista reluce por su miopía e inmundicia moral.
El dúo compuesto por Ricky Gervais y Stephen Merchant se junta por primera vez para dirigir, (d)escribir y, en definitiva, construir un personaje que será piedra angular de toda la serie, el jefe del departamento de ventas, David Brent. Canto a la vanidad que provoca un infierno sonrojante, su misión principal será la de llenar la pantalla de vergüenza ajena. Absolutamente ciego, Brent deambula sin trabajo por la oficina, jugueteando con sus trabajadores, jodiendo con la pelota, usando su posición privilegiada para reclamar una atención que no merece, llegando incluso al espectáculo bochornoso.
Hasta aquí podríamos hablar de una serie un tanto tediosa, poco agraciada y sin demasiado interés. Pero, como casi siempre, la clave no está en el qué sino en el cómo, y aquí el cómo es magistral.
La narrativa que encontramos es la denominada como falso documental o mockumentary (término acuñado por Rob Reiner al referirse a su This is Spinal Tap, 1984). En clave paródica y con la seriedad que merece, encontramos bustos parlantes que se combinan con escenas de aquello de lo que hablan. Si hay un genio en este terreno ese es Christopher Guest, que con un equipo salido del Saturday Night Live, ha producido auténticas maravillas al respecto durante los últimos quince años. Guest se presentan como claro referente para Gervais y cia, ya que The Office se cimienta sobre esta forma de ficción documental, donde la línea entre lo cómico y lo patético no queda nada clara. Gervais, de hecho, lleva este formato, exclusivo de la gran industria cinematográfica y lo traslada a la pequeña pantalla. Referente narrativo de moda de muchos productos televisivos de hoy, como la serie Modern Family, en un terreno puramente ficticio o las producciones de Cuatro, (léase los granjeros, las princesas o los hijos solteros) en un terreno ya más real, hay que reconocerle el mérito de la migración formal al británico gordinflón.
Como ya se ha anunciado, la revolución de The Office, pues, no sólo se da en el formato de la sitcom sino que afecta principalmente al gusto estético del espectador. Salvando las distancias, es preciso señalar que los simpatizantes de Padre de Familia, Seth MacFarlane (99) ya tendrán parte del terreno ganado, con ese gusto por la pausa y el gag eterno.
Pero ya sabemos, lo que se permite en animación no suele afectar de igual forma en la ficción de carne y hueso. Así pues, el humor que encontramos en la oficina británica es de índole extraña. Gervais se la juega vendiendo un drama mal disfrazado de comedia. ¿O era al revés? No importa. Los géneros antagónicos se dan la mano y se hace imposible distinguir. La duda parece clara, ¿me pongo a llorar o a reír?, y claro, gana el famoso te ríes por no llorar. ¿Pero qué clase de comedia es aquella que no pretende hacer reír?
El crítico Jordi Costa nos afirma que se trata de la Nueva Comedia, o en sus términos, de post humor. Siempre precipitadas y dogmáticas, las etiquetas son controvertidas, pero en este caso el concepto acuñado ayuda a entender de qué va Ricky Gervais. Amante del silencio incómodo, exprime las escenas hasta momentos de gran violencia muda. La forma documental, en este caso, le sirve para ser consciente en todo momento del espectador y busca, mirando a cámara descaradamente, esa complicidad que te hunde mas en el sofá, avergonzado. Vamos, que el objetivo es, principalmente, sacarse una tesis doctoral sobre la humillación, construir un mapa de la ofensa, siendo esta, espejo, en muchos casos. Es decir, el escarnio siempre se da hacia fuera. David Brent, nunca es consciente de la situación real. Nosotros somos espectadores y testigos de dicha inconsciencia.
Una vez, un gran cómico dijo: “no hay nada más gracioso que ver a alguien siendo ignorante de su condición”. Es decir, el miedoso que se cree valiente, el feo que se cree seductor (pregunten sino a W. Allen en sus sueños) o el tonto que se cree inteligente. Pues bien, David Brent, el protagonista de toda esta pesadilla cómica, reúne todas estas condiciones. Soberbiamente interpretado por su creador, uno no puede evitar reírse como nunca ante un espectáculo que sorprende y que, en cada uno de sus capítulos, aumenta progresivamente su nivel de podredumbre moral. Pero tranquilos, el escándalo se da sólo dentro de cada uno. ¿Hablamos, pues, de sitnewcom? No, por favor, no.
Finalmente, a modo de curiosidad, es preciso señalar el buen trabajo de sus compañeros de reparto, así como un joven Martin Freeman (El Hobbit, 2012 o Sherlock, 2010) en sus inicios, con el cual uno puede sentir cierta empatía dentro de esa jaula de impresoras y grapadoras, donde es difícil, créanme, proyectarse.
En fin, no hay excusa para no ver esta serie y descubrir así, en Ricky Gervais, una de las figuras cómicas más importantes de este siglo XXI.
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