Título original: Blackthorn
País: España
Duración: 98 min. 
Director:
 Mateo Gil

Guión: Miguel Barros
Música: Lucio Godoy

Siempre se agradece cualquier intento del cine español por distanciarse de su propia y alargada sombra de mediocridad repleta de películas casposas. Afortunadamente en los últimos años las buenas intenciones van ganando terreno. En esta ocasión, el realizador y guionista Mateo Gil, que escribió junto a Alejandro Amenábar los trabajos de “Abre los ojos” (1997), “Mar adentro” (2004) y “Ágora” (2009), y dirigió películas como “Nadie conoce a nadie” (1999), explora el difícil terreno del western, un género poco tocado en nuestro país y del que siempre muchos amantes del mismo nos alegramos por tener noticias nuevas. La trama elegida para dar vida a esta historia es una revisión de la leyenda encarnada por el mítico atracador de bancos Butch Cassidy, del que tan bien nos documentamos en la cinta de George Roy Hill “Dos hombres y un destino” (1969). Se pone en tela de juicio la versión oficial y Mateo Gil nos vende a un Cassidy que, lejos de morir joven como hasta el momento se defendía, siguió viviendo entre las frondosas y bellas montañas de Bolivia hasta convertirse en un humilde y solitario patrón.

Antes de ver esta película pensaba que estaba todo contado sobre esta historia. Después de verla pienso que no me equivocaba y considero un gran error que la dirección haya apostado por esta vía argumental en lugar de haberse decidido por un guión completamente original, sin estar inspirado o basado en nada conocido, con personajes nuevos e historias trepidantes que supusieran toda una inyección vital para tan necesitado género. Aferrarse a una versión alternativa en la que se da un destino diferente a Butch Cassidy, les ha obligado a crear un producto lineal, bastante monótono, con apenas olor a western. No hay personajes míticos o peculiares que pronuncien frases que te dejen helado, y apenas hay acción para emocionarse en el transcurso de su trama. Todo se desarrolla con extrema lentitud, tanta que incluso la película parece hacerse mucho más larga de lo que es. Y luego, para al final no contar a penas nada, para meter con calzador algunos dilemas morales de muy dudosa credibilidad y ser testigos de un conjunto bienintencionado pero sin elementos que puedan emocionarnos. A cambio, obtenemos un entretenimiento agridulce ensalzado por la buena fotografía de Juan Ruíz Anchía (“Confidence”, 2003) y las buenas interpretaciones de sus dos protagonistas. La película ha sido rodada íntegramente en Bolivia.

La poca sangre de esta co-producción hispano-franco-boliviana está protagonizada por Sam Shepard («Black Hawk derribado» 2001) en el papel de Butch Cassidy, que ahora vive bajo otro nombre: el de James Blackthorn. Su buen trabajo es irreprochable pero lamentablemente, encarna a un personaje que no aporta nada, como el conjunto de la historia. Eduardo Noriega («Alatriste«, 2006) también se marca un buen papel como el español (concretamente, de Madrid) perdido por Bolivia que coincide con el mítico Butch. Interpreta a uno de esos típicos personajes abiertos y habladores que acompañan a otro que prefiere ser más hermético, para dar contraste a las vivencias que ambos protagonizan. Su trabajo también es merecedor de mención. El resto, pura morralla para rellenar hueco y pronunciar palabras que, o no significan nada, o no lo significarán, pues por mucho que digan o hagan, el lento y desvivido tempo de la película sigue inalterable. Entre escena y escena, flashbacks que nos devuelven al pasado de Cassidy. Unos retrocesos que se intercalan con las escenas a destiempo, dando la sensación de que no pintan nada, y todo para producir subtramas de muy poco interés.

Si una escena es lenta y le metes música más lenta, el resultado puede rozar un efecto cercano al que puede producir un somnífero. Si todas las escenas son lentas, y toda la música es igual, el resultado es una película pesada. Mayoritariamente, la película está compuesta por una sucesión de diálogos interminables que mantienen sus personajes (aquí la acción pasa a un tercer o cuarto plano) y prolongados viajes a través de zonas tanto desérticas (esos desiertos de sal) como llenas de vegetación. Todo esto es acompañado por las pausadas y discretas partituras compuestas por Lucio Godoy (“Un cuento chino”, 2011), lo que suma un resultado bastante parsimonioso, que casi te invita a dormir. No estamos ante una mala película sino ante una ocasión perdida, ante un intento que podía haber dado algo magnífico y que lamentablemente se ha quedado en un pasable entretenimiento que una vez visto, se queda ahí. La salvan Shepard, Noriega, la fotografía y algunas pocas escenas de interesante visionado, pero no hay más. En cuanto uno sale de la desangelada sala de cine en la que la vio, ya se ha olvidado de todo y está pensando en ver la siguiente película. 

Nota del autor:
6,0
 ██████ (Correcta)

Written by Sandro Fiorito

Cofundador de LGEcine

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