No me lo puedo creer. Las tres únicas temporadas de la magistral serie “Deadwood” han llegado a su fin y nunca jamás podré volver a ver los devenires de los emblemáticos personajes que han aparecido en todos y cada uno de sus episodios, transmitiendo rechazo, aceptación, amor, odio, ternura, despotismo y un sinfín de calificativos que el servidor que escribe estas líneas no tiene la ocurrencia de expresar, debido a que el final de esta serie me ha dejado tocado, hundido, confundido y lleno de incredulidad al no aceptar que una de las mejores producciones que he visto en mi vida no haya tenido la oportunidad de expresar su calidad durante más temporadas. Me invade la alegría de saberme un privilegiado por haber podido asistir a tan bello ejercicio del mejor western que recuerdo, estando esta serie a la altura de cualquiera de las mejores películas que haya podido parir tan inagotable género. “Deadwood” es sin duda algo más que un producto para la televisión, pues supera las grandes expectativas que pudiéramos esperar de algo exclusivamente dirigido a la pequeña pantalla. Técnicamente brillante, con un argumento poderoso, guiones que desbordan calidad, una ambientación inmejorable y un reparto de auténtico lujo. Así es esta joya de la corona del Viejo Oeste que tiene su corazón en el pueblo que hoy es ciudad, y que presume de historias de héroes y villanos dentro de los límites del Condado de Lawrence, en Dakota del Sur, EEUU.
Además del propio canal de televisión por cable HBO, que no se cansa de producir auténticos logros televisivos (véanse “Los Soprano” 1999, “The Wire” 2002, o “True Blood” 2008), uno de los principales artífices del éxito de “Deadwood” es el escritor y productor de series de televisión David Milch. Con casi cuarenta episodios escritos de “Canción triste de Hill Street” y unos doscientos sesenta guiones para “NYPD Blue (Policías de Nueva York)”, que escribió entre 1993 y 2005, Milch es el creador de la inolvidable serie del Oeste que aquí nos reúne, estando presente en los treinta y seis guiones que forman en su conjunto todas las historias de esta producción. La calidad de sus guiones ya fue admirable en “NYPD Blue” pero en “Deadwood” se eleva hasta lo más alto. Es tal la fuerza de las palabras de cada uno de los personajes que van y vienen dentro del pueblo, y el sorprendente desarrollo de todos los episodios, que se consigue que la serie goce de una atmósfera propia e inconfundible, con un pueblo lleno de vida que hace presenciar la tensión de la historia principal y lo necesario y entretenido de varias sub-tramas que acompañan al argumento. Igual que hay momentos dedicados para los personajes protagonistas, la pantalla a veces se detiene en gente que apenas veremos una o dos veces, pero que al formar parte de esa viva ciudad es inevitable que la cámara se pare ante su rostro para arrancar una mirada o unas palabras a alguien que simplemente, pasaba por allí.
Otros guionistas que han auxiliado a Milch son, entre otros, Regina Corrado y Ted Mann. La dirección de sus episodios recae mayoritariamente en los ocho dirigidos por Ed Bianchi (“Brotherhood”, 2006), seguido de Daniel Minahan, Davis Guggenheimm, Gregg Fienberg y Mark Tinker, con cuatro, Steve Hill con tres y Alan Taylor con dos. ¿Y qué es lo que pasa en “Deadwood”? De todo lo que podríamos esperar de un pueblo de estas características durante los años en los que se basa la serie, en la década de 1870. La estética austera de sus calles y la sórdida personalidad de sus habitantes esconde tras de sí una ciudad rica por las minas de oro que la acompañan, y que centran la atención, influyen de alguna manera o son el motivo principal de la llegada al pueblo de los personajes que dan vida al argumento. Hay burdeles como el “Gem Saloon” o el “Bella Union”, almacenes y tiendas, bares como el acogedor “Nº 10”, dirigido por Tom Nuttall (Leon Rippy), en el que se dan cita las historias más irrelevantes (algunas no tanto), periódico local (“El Pioneer”), hotel, reverendo… toda una serie de servicios que irá viéndose aumentada según vaya pasando el tiempo. Desde los puntos más diversos del país llegan a Deadwood personas de lo más variopintas, con la vista puesta en sacar rentabilidad del jugo que se pueda exprimir de una ciudad de reciente creación y garantizado crecimiento.
Es gente como el lleno de carácter ex-Sheriff Seth Bullock (Timothy Olyphant), que llega junto a su buen amigo judío, el apacible Sol Star (John Hawkes), con la intención de comenzar una nueva vida, abriendo un almacén de ferretería que abastecerá a todos aquellos que necesiten herramientas de todo tipo para trabajar en sus concesiones de oro. Bullock, tal y como es definido en uno de los episodios, más que ser un hombre con carácter, es un carácter con un hombre. Eso delata lo impetuoso del mismo, haciendo de su personaje alguien cordial y caballeroso con las mujeres, imponente y respetado entre los hombres, pero con el peligro constante de que los cables se le acaben cruzando, dando lugar a circunstancias inimaginables. También llegan otros, como el legendario pistolero y jugador Wild Bill Hickock (Keith Carradine), que trae consigo a su fiel y siempre preocupado socio, el admirable Charlie Utter (Dayton Callie), y a la encantadora Calamity Jane (Robin Weigert), quien muestra constantemente sus malos modales (siempre fingiendo ser una peligrosa pistolera) y su absoluta entrega a quien es su mayor ídolo, Hickcok. Y llegarán más. Muchos más. Pero antes hay que respetar a los que ya están, tales como el propietario del «Gem», el prostíbulo más desaliñado pero de mejor acogida de todo Deadwood: Al Swearengen (Ian Mcshane).
La personalidad de este personaje es bestial, y sin duda es uno de los mejores roles de personajes dentro del western en años: sin modales, todo el día con palabrotas en la boca y constantemente controlando todas las actividades del pueblo y de su propio Saloon desde los balcones y ventanas de las que dispone, Swearengen es temido y respetado por la mayoría de las personas del pueblo, que saben que es alguien al que no le tiembla el pulso para coger un cuchillo y rebanar el cuello a cualquiera (es de la vieja escuela, nada de pistolas). Es, en mayúsculas, un auténtico cabrón para el que el poder lo es todo, una persona sin ningún tipo de remordimientos ni escrúpulos que siempre piensa que el fin, justifica los medios. En torno a él giran los movimientos de muchos de los personajes de esta serie, tales como sus propios secuaces, el imponente y grandullón Dan Dority (W. Earl Brown) y su menos espabilado compañero Johnny Burns (Sean Bridgers). A pesar de lo capital de sus personajes a las órdenes de Swearengen, muestran una lealtad impropia de unos pistoleros, mostrando una admiración casi colegial hacia su amo y señor, Al. Por otra parte, y muy cerca de Al (si éste se detiene y se da la vuelta en el momento, es probable que se lo encuentre oliéndole el culo como un perro) se encuentra la marioneta mayor del pueblo: E.B. Farnum (William Sanderson).
Si alguien pronuncia una palabra en cualquier lugar de la ciudad, que pueda incriminar a Swearengen, Farnum se la contará con la mayor de las reverencias. Además, es el encargado de transmitir a Swearengen todas las llegadas de gente al pueblo, algo que puede controlar con todo detalle al ser el director del hotel de Deadwood. Tampoco hay que perder detalle del despótico personaje Cy Tolliver (Powers Boothe, a quien también pudimos ver en otro western: «Tombstone«, 1993), al frente del lujoso local “Bella Union” y la madame de su negocio, la preciosa Joanie Stubbs (Kim Dickens). Trixie (Paula Malcomson), una de las putas del “Gem”, es la favorita de Al Swearengen, quien siempre la tiene pululando por su despacho y compartiendo cama. La enérgica personalidad de Trixie llega a fastidiar en algún momento, puesto que da la sensación de quejarse por todo sin ninguna razón aparente. Quizá sea su histerismo crónico, que siempre intenta rebajar fumando, siendo una de las postales más características la de Trixie con su inseparable cigarrillo en la mano. Y hablando de prostitutas, hay que decir que Swearengen, por muy desarrapado que sea quiere que las suyas estén en perfecto estado de revista para no convertir su garito en un foco de infecciones de gonorrea. Doc Cochran (Brad Dourif) es el doctor del pueblo y tiene entre sus principales funciones la de revisar el estado de las chicas de Al.
Doc, que dispone de un fuerte carácter, no admite órdenes de nadie bajo ningún concepto, y tiene la personalidad más clásica de los doctores preocupados por sus pacientes. No titubea para dar ultimátums constantemente (“si no te tomas esto, olvídate de mí”) y la experiencia de su profesión crece gracias a los experimentos que realiza con los cadáveres que sigilosamente, sustrae del cementerio. A la alta sociedad tampoco le importa arrastrar sus faldones y botas por el fango de la calle principal, si eso les sirve para hacer crecer los ceros de su ya elevada cuenta bancaria. El matrimonio Garret es el exponente de este ejemplo, y llama generalmente la atención por la exquisita presencia de Alma (Molly Parker), coqueta hasta el límite, bella hasta la saciedad y tan refinada como lo esperado de una persona de ese tiempo y esa posición social. Esto no quita que, a pesar de ser un cisne entre lobos, y de tener vicios secretos, sea una mujer valiente y decidida. Son tantos los personajes aparecidos y tan poco el espacio -ellos lo merecen- para presentarlos, que acabaré la referencia a los protagonistas con otras menciones sin desperdicio: el inimitable señor Wu (Keone Young) con su inglés de dos palabras (“Swegen”, “Hijo puta”), que controla el callejón en el que viven y trabajan sus compatriotas chinos y en el que se encuentra la pocilga con los cerdos que alegremente devorarán los cadáveres que no merezcan, a los ojos de sus asesinos, que su muerte sea conocida por el pueblo.
Y por supuesto está Jewel (Geri Jewell), la limpiadora y camarera discapacitada del “Gem”, siempre blanco de todos los insultos de su jefe (“cada paso, es una aventura”, dice Swearengen en uno de los capítulos en referencia a la cojera de la pobre) Swarengen, al que sortea, a medida que pasan los capítulos, con más desparpajo e ironía. Su limitado guión pero no pocas apariciones no priva del hecho de concedernos el disfrute de un personaje encantador, que ve su reflejo en el loco -o idiota, según la gente- de Richardson (Ralph Richeson) que cumple todas las órdenes de su jefe E.B. Farnum con entera diligencia, mientras reza a quién sabe qué dios, alzando unos cuernos de ciervo hacia el cielo. Para que todos estos personajes tengan su merecido lucimiento hace falta que estén impulsados por unas interpretaciones a la altura de las exigencias del guión. Afortunadamente, no he encontrado ningún resbalón por parte de la producción a la hora de encontrar algún “pero” entre los papeles de los actores. Todos, y digo absolutamente todos, hacen un trabajo extraordinario. Algunos podremos decantarnos más por uno que por otros, evidentemente, y por eso yo pongo sobre la mesa el papel del fabuloso actor británico Ian McShane, de quien podemos acordarnos por su rol como el Obispo Waleran en la miniserie “Los pilares de la Tierra” (2009), o por su trabajo durante ese mismo año en la serie “Kings” como Silas Benjamin.
Treinta y seis premios Oscars -de poder entregarse dichos galardones en esta categoría- concedería yo a este actorazo por todos y cada uno de los capítulos que ha protagonizado en “Deadwood”. Su personaje arrasa con una interpretación soberbia, y se echa a las espaldas el mayor interés del visionado de esta serie, gracias a centrarse en él la parte más poderosa del argumento. Hablaría de McShane y de su personaje durante horas sin cansarme, pero entiendo que la extensión de este artículo ya está yendo demasiado lejos, por lo que pasaré a la mención del resto, despidiéndome de McShane mientras destaco su merecido Globo de Oro por su imprescindible contribución a esta historia, a la vez que recuerdo la admirable personalidad -por muy discutible que sea- de su personaje: es un cerdo cabrón, pero lo es con estilo. No tiene escrúpulos, pero no sólo le tienen miedo: también le admiran y respetan. Probablemente no sea el tipo más justo del mundo, pero sí el más lógico (al menos en ocasiones). Lucha por lo que es suyo sin despreciar ni un sólo detalle, y a pesar de estar rodeado de inútiles (todo hay que decirlo, sus discípulos no son muy inteligentes) sabe controlarlo todo para que nada le salpique por sorpresa. “Aguanta todos los golpes, y devuelve unos cuantos”, dice Al en un capítulo. Vaya si se lo aplica. Y luego viene Timothy Olyphant, ese actor que va viendo cómo su carrera no da exactamente pasos de gigante, pero sí le concede el protagonismo que se merece.
En “Deadwood” hace un papel espléndido desde su sorpresivo personaje, y tan bueno es su trabajo que años más tarde repetiría el rol adaptándolo a los tiempos actuales, en la entretenidísima serie “Justified” (2010). En ambas producciones, su personaje es un tipo sencillo a pesar de su obvio atractivo, y es de los que se lleva la mano al sombrero para saludar a una mujer o de los que abren la puerta de cualquier sitio para que pase una pobre anciana desvalida. Pero no dudaría en apretar el gatillo si eso fuese necesario para resolver una situación. Ni en apretar su puño y estamparlo contra la cara del primero que pretenda burlar la justicia que con tanto ahínco defiende. Es un tipo duro, pero justo, y representa al estereotipo más clásico de los héroes del Oeste. El resto está tan igualado que es muy difícil seguir haciendo referencias del mismo. Discúlpenme sus actores -aunque jamás vayan a pasar sus ojos por esta, más que crítica, declaración de amor- que no pueda hablar de los trabajos de todos individualmente. Pero es que están todos excelentes. Magistrales. Desbordantes. Fantásticos. A mi juicio y después de los mencionados más arriba, Keith Carradine, Brad Dourif, Molly Parker, Dayton Callie, William Sanderson, Powers Boothe, Titus Welliver y Gerarld McRaney son los que mejor desarrollan sus papeles. El trabajo de todos está para ser enmarcado, y créanme que yo lo llevaré al extremo, haciendo colgar en mi habitación cuadros con sus fotografías.
Toda esta hermosa obra de arte, está subida a un altar gracias a la prodigiosa fotografía del departamento encabezado por James Glennon (“A propósito de Schmidt”, 2002) y Joseph Gallagher, que busca en muchas ocasiones encuadres de teatro, dejando a sus personajes en mitad, o a un lado de la pantalla, situándolos sobre un escenario poco iluminado y decorado con austeridad. Donde más iluminación podemos encontrar en esta serie es en el balcón de Al y en las minas de oro que tan pocas veces tendremos la ocasión de visitar. Y es que toda la dirección artística hace un trabajo impecable. La idiosincrasia del pueblo se construye a partir de una ciudad recreada al milímetro en el “Melody Ranch” de Newhall, California (EEUU), dentro de un espacio reducido que presenta callejones inmundos llenos de barro, que da la sensación de que todos están cerca de todos y de que cualquiera puede estar en cualquier punto del pueblo en cuestión de minutos. Se agradece además que se abandone el gran error de todas esas grandes producciones clásicas que tan bien interpretaron John Wayne o Gary Cooper entre otros muchísimos gigantes del cine: ese defecto tan clamoroso de dibujar a los personajes y sus pueblos con la máxima de las pulcritudes, con locales de suelos y ventanas brillantes, calles sin apenas suciedad o atuendos recién sacados de la sastrería que jamás se ensucian a pesar de que sus personajes recorran kilómetros a lomos de un caballo o se tiran mesas a la cabeza en cualquier Saloon.
Aquí, las mujeres y los hombres se enfangan. Faldas, tacones, pantalones y botas se llenan de barro, y los sombreros son la cima de lo polvoriento. Aquí, señores y señoras, no hay higiene. Es un pueblo lleno de suciedad y sus personajes, a no ser que estén todo el día resguardados en sus locales o domicilios, son el vivo retrato de una realidad tan simple como la de que si un sitio está sucio, sus personajes se ensucian, algo que tan bien se representó en el Spaghetti-Western. El bueno de Titus Welliver, que encarna “a uno de los que viene”, Silas Adams, no tiene reparo en intentar parecer educado ante las damas, paro justificar después alguna ausencia momentánea para irse “a cagar” (inimaginable escuchar a Wayne pronunciando esas palabras). Por otra parte, las tetas de todas las preciosas mujeres que dan vida a las putas que aparecen en el relato, pueden considerarse parte del escenario, al aparecer las mismas constantemente, sin ningún tipo de pudor. Dicho esto, simplemente dejar constancia de que el trabajo técnico es sublime en todos sus aspectos. Desde sus facetas más elementales hasta el maquillaje y el vestuario de sus personajes. ¡Ay, ese único traje gris de raya diplomática de Swearegen! O la peculiar elegancia de Wild Bill. Y el arrebatador y sensual estilo de Alma Garret o de Joanie Stubbs. Luego está la música. Esas bellas melodías que no sólo hacen presencia en mitad de cada capítulo, sino durante los créditos finales de los episodios, dando especial protagonismo a la música country de todas las épocas.
Son inolvidables y muy de agradecer melodías como el “Iguazu” de Gustavo Santaolalla, que también apareció en la película “Babel” (2006) y que se presenta espontáneamente en la primera temporada. En conjunto, el apartado musical, aunque no disfrute de una actividad constante, es indispensable, pues cuando la música suena, es señal de que algún acontecimiento se acerca o se está desarrollando. En ocasiones, los compases se convierten en magistrales y hielan la sangre hasta soltarte en la cara todo el poderío del desenlace de alguna escena. Todo lo correspondiente a la música original de la serie ha sido obra de los inseparables Reinhold Heil (“John from Cincinatti”, 2007) y Johnny Klimek. Las tres temporadas de las que dispone “Deadwood” son magistrales. Si bien la primera es la mejor de todas, por presentarnos a todos sus personajes y abrir el melón de todas las situaciones que se irán desarrollando durante los primeros episodios y que servirán de telón para las próximas temporadas, las otras dos gozan de una calidad que, para valorarla, deberemos detenernos en la segunda, que es la “menos buena” de las tres, hasta llegar a la última, que resucita lo mejor de la primera sin renunciar a un argumento enfocado desde otras perspectivas, con otras historias y quizá con mayor tensión que nunca. Se agradece que en todas ellas exista una bien combinada relación entre el drama más amargo y el humor más negro a la par que divertido.
Algunas escenas llegan hasta lo más simpático, exprimiendo miradas o construyendo situaciones comprometidas entre sus personajes que dan como desenlace un resultado hilarante: desde la forma en que Al Swearengen trata a sus súbditos (como auténticos imbéciles), hasta el raterismo más inmundo de E.B. Farnum, pasando por infinidad de momentos muy ocurrentes, nacidos en general de las propias miserias -o en algunos casos virtudes- de muchos de sus protagonistas (véase también la personalidad del Sr. Wu y los diálogos de éste con Al, las afirmaciones cortantes del doctor Cochran, la ingenuidad de la buena de Calamity Jane, las caras de incredulidad de Charlie Utter y un larguísimo etcétera). Llega el punto en el que toca preguntarse, ¿cómo si esta serie es tan buena, haya podido durar sólo tres temporadas y su productora, la HBO, no haya tenido la decencia de haberle dado un final a su altura? ¿Cómo es posible que una de las mejores producciones del western en los últimos años, o mejor dicho, décadas, haya finalizado… sin finalizar? Uno, que no es adivino y tampoco tiene contactos en Hollywood, ha tenido que navegar entre veintenas de artículos (*) para sacar algún tipo de conclusión. Por lo visto, la HBO llegó a un acuerdo, en principio, con David Milch para el rodaje de seis capítulos más, oferta que el guionista principal y creador de la serie, rechazó. También se habló de la posibilidad de crear dos películas que sirviesen de desenlace para la serie.
Tampoco se tuvieron noticias posteriores. Pero, ¿qué es lo que llevó a la HBO a tomar la decisión de poner fin a esta serie, con tan notable audiencia y acogida de crítica? Al parecer, su elevado coste de producción. Y es que era difícil imaginar que una serie tan perfecta pudiera ser fruto de un presupuesto reducido. Sólo con ver cualquier de sus fotogramas, es de suponer que la inversión realizada para sus treinta y seis episodios, ha tenido un nivel económico considerable. Pero bueno, siempre nos quedará ese fantástico resultado, con esa ciudad tan llena de vida, de personajes que comparten lo histórico de las leyendas y los personajes populares, con la ficción más exquisita. Con esos burdeles que son algo más que simples bares en los que echar un trago y algo más, convirtiéndose los mencionados locales en auténticos centros de operaciones, ayuntamientos improvisados, sedes de diversas organizaciones. Y ese olor a western auténtico, con mezcla de “clásico-spaghetti-moderno” que hace que el espectador se meta hasta la cocina de cualquiera de los locales, convirtiéndose en un vecino más de ese maldecido pueblo, repleto de personajes que suspiran por mejorar sus vidas o simplemente mantenerlas intactas. Unos prefieren trepar sobre otros para llegar a ser algo. Otros se conforman con la estabilidad. Hay quienes para llegar a su meta tienen que limpiar el camino. O quienes sólo quieren emborracharse o hacer que su pequeño y humilde negocio le garantice un plato de comida a fin de mes.
No veremos tiros y navajazos constantemente. Es el Viejo Oeste en estado puro, pero centrado desde su parte más política y de menos acción, sin rebajar un ápice la tensión que cualquier duelo entre pistoleros pudiera producir: aquí el duelo está en las decisiones que tomen sus personajes. Es Deadwood: ese bendito pueblo de hijos de puta que siempre llevaré en mi corazón.
(*) Referencias: Los detalles con los que he elaborado el texto que hace referencia a los porqués del final de esta serie, han sido escritos basándome en el genial artículo realizado por P. Roberto J. en VayaTele.
Deja una respuesta