Hereditary (Ari Aster, 2018) – 126 min
Hay películas que se disfrutan. Hay películas que se analizan. Y luego está Hereditary: una experiencia que se sufre. En el mejor sentido de la palabra. Porque lo que Ari Aster construyó en su debut como director no fue solo una película de terror, sino una disección quirúrgica del dolor, el duelo y la podredumbre que a veces se hereda de generación en generación. Una tragedia griega con demonios, culpa y marionetas. Una de esas obras tan densas, tan cargadas de simbolismo y tensión emocional, que uno termina saliendo del visionado con el alma hecha trizas.
Hereditary no se conforma con asustar: quiere dejar huella. Quiere arrastrarte con sus personajes a los rincones más oscuros de la psique humana. Y lo logra con una elegancia tan retorcida que cuesta creer que sea una ópera prima.
Desde su inquietante prólogo, en el que la cámara nos introduce en una maqueta hasta fundirse con la realidad, Aster deja claro su discurso: los personajes están atrapados. En su casa. En sus traumas. En una cadena invisible que arrastra de generación en generación, como una herencia maldita que no se puede esquivar. Y es ahí donde el título de la película cobra todo su peso: lo que se hereda no es solo el ADN, sino también los miedos, las neurosis, el dolor enquistado de aquellos que vinieron antes que nosotros.
La historia se centra en la familia Graham, marcada desde el primer minuto por la muerte de la abuela, una figura siniestra cuyo legado parece extenderse más allá del ataúd. Annie (Toni Collette), su hija, lidia con una pena que se convierte rápidamente en obsesión, mientras sus hijos, Peter (Alex Wolff) y Charlie (Milly Shapiro), se ven arrastrados a un abismo que no comprenden del todo. A medida que la realidad se descompone y los elementos sobrenaturales empiezan a ganar terreno, lo verdaderamente aterrador no es lo que está fuera, sino lo que llevamos dentro.
Uno de los grandes aciertos de Aster es precisamente ese: su capacidad para integrar el terror sobrenatural con un drama familiar devastador. La película avanza como una bola de nieve emocional que se va haciendo más grande, más pesada, más imposible de detener. No hay respiro. Cada escena es un nuevo clavo en el ataúd. Y no por acumulación de sustos —que los hay, y memorables—, sino por una atmósfera asfixiante, un uso del silencio quirúrgico y una tensión que se estira hasta el límite de lo soportable.
El trabajo de Toni Collette merece capítulo aparte. Su interpretación es un tour de force emocional. Hay en ella una entrega absoluta, sin miedo al exceso, sin red de seguridad. Su rostro es un mapa del desgarro, de la culpa, de la desesperación más visceral. Es imposible no recordar esa escena durante la cena familiar, en la que la tensión se corta con cuchillo y su personaje estalla en una de las secuencias más incómodas del cine reciente. O ese grito de dolor inhumano tras la tragedia que golpea a mitad de película, un sonido que no se olvida nunca.La dirección de Ari Aster es tan precisa como despiadada. No hay un solo plano gratuito en Hereditary. Cada encuadre, cada movimiento de cámara, cada elección estética responde a una lógica interna que contribuye a aumentar la incomodidad del espectador. La casa en la que transcurre gran parte de la acción se convierte en una prisión simbólica: sus espacios cerrados, sus techos bajos, sus esquinas oscuras… todo está pensado para que sintamos el encierro emocional y psicológico de los personajes. Incluso el uso de las maquetas creadas por Annie no es decorativo, sino profundamente metafórico: su necesidad de replicar y controlar los escenarios traumáticos de su vida revela un intento desesperado de darle sentido a lo que no lo tiene.
El sonido juega también un papel clave. Hereditary no recurre al volumen estridente ni a los “jumpscares” fáciles. En lugar de eso, construye su terror a través de un diseño sonoro cargado de detalles siniestros: ese chasquido de lengua de Charlie, que se convierte en símbolo del mal acechante; los susurros; los crujidos; el silencio casi absoluto antes de que todo estalle. Aster entiende que el miedo más duradero no es el que entra por los ojos, sino el que se insinúa y se cuela por las rendijas.
Y luego está el tramo final. Ese tercer acto que divide a parte del público y que, sin embargo, es la culminación lógica —y brillantemente desquiciada— del viaje propuesto. Cuando Hereditary se adentra definitivamente en el territorio de lo sobrenatural, lo hace sin complejos, sin disculpas y con una carga simbólica que remite tanto a los cultos ocultistas como al fatalismo de las tragedias clásicas. No es un giro gratuito: es la revelación de que todo estaba predestinado desde el principio. Que los personajes no tenían escapatoria. Que la verdadera maldición no es el demonio, sino la inevitabilidad.
Porque Hereditary, en el fondo, es una película sobre la impotencia. Sobre lo poco que podemos hacer frente a las fuerzas que nos superan: el dolor, la pérdida, el legado familiar, la enfermedad mental. Annie no puede salvar a su familia. Peter no puede escapar de su destino. Nadie puede cambiar la narrativa que ya ha estado escrita por delante. Y esa idea, más que cualquier susto, es lo que hace que Hereditary se quede en el cuerpo.
En un panorama en el que el terror parecía haberse vuelto previsible, Ari Aster no solo ofreció una historia aterradora, sino que también propuso una nueva forma de contarlo. Hereditary se une a una línea de cine de terror elevado (mal llamado así, como si el resto del terror fuera menor), en la que el miedo nace de la verdad emocional más que de los artificios. Es una película que no tiene prisa, que respeta la inteligencia del espectador, que confía en el poder del silencio y del detalle.
Lo más impactante es pensar que fue su primera película. Que alguien sea capaz de articular una propuesta tan sólida, tan personal y tan devastadora en su debut es casi inaudito. Y sin embargo, ahí está: Hereditary no solo funciona como película de género, sino también como estudio psicológico, como drama familiar, como crítica al peso de las herencias emocionales. Es compleja, incómoda, valiente. Una de esas películas que se te clavan como una astilla y que sigues sintiendo aunque pasen los años.
Revisitar Hereditary hoy, varios años después de su estreno, es comprobar hasta qué punto ha resistido el paso del tiempo. No solo sigue siendo una obra fascinante y aterradora, sino que se ha convertido en un referente del cine de terror contemporáneo. Pocas películas han logrado calar tan hondo y abrir tantas líneas de interpretación.
Por todo ello, no hay duda: Hereditary es una de las mejores películas de terror del siglo XXI. Y probablemente, también del anterior. Una obra maestra que no necesita justificar su ambición, porque cada plano, cada grito, cada sombra que se cuela en una esquina lo reafirma: estamos ante un clásico. Y lo que es peor (o mejor): uno que no se olvida.
Nota del autor:
10,0 ███████ (Obra maestra)
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